DE LOS ABRAZOS Y OTROS FENÓMENOS IMPROCEDENTES
Buenas noches nocturnas... He dicho que no tengo mascotas. A ustedes y a los responsables de algunas encuestas que realizo en ocasiones. No tengo y no quiero tener. No quiero compartir. No quiero responsabilidades de ese tipo. ¿Lo volveré a decir? Seguro. Como que, en general, ellos en su sitio y yo en el mío, no tengo nada contra los canes, los felinos, las aves enjauladas e incluso las serpientes pitón que, dicen, se tragan señoras... Bueno: después de asfixiarlas. Debo, admitir, no obstante, que regreso a menudo a esto de los bichos. ¿Me repito? Puede. Es, por esta vez, nada más una reacción interesada. Me sirvo de las cosas de los perros y del trato que se tiene con ellos- quienes lo tienen- como punto de partida, si acaso, como palanca. Entonces. Leo en INFOBAE que los chuchos, en contra de lo que pudiera parecer, no llevan bien lo de los abrazos. El abrazo humano, ese intenso apoderamiento del otro muy a menudo ejercido, no es una oportunidad que estime la fauna doméstica antes dicha. Las razones de todo esto, no serán expuestas por mí. Para quien desee saber más, al final de este párrafo, estará el enlace a la noticia. Así pues, me interesa la comunicación considerada como una sucesión de costumbres, de protocolos, no siempre administrados con adecuada eficacia. Incluso cuando intervienen los afectos. Nos dirigimos a los demás en la creencia de permanecer en sintonía. Nos conocemos, pertenecemos a la misma cultura y, por lo tanto, nos conducimos de manera idéntica. Vale. Sin embargo, ¿no será que, como los perretes- voz, al parecer, muy popular- al estar en manos del más fuerte, terminamos por aguantarnos? Para nosotros la fuerza, la fuerza ante la que nos sometemos, además de la propiamente dicha, consiste en el temor al qué dirán, los deseos de no protagonizar situaciones engorrosas, etcétera. O, dicho de otro modo: tal vez no nos gusten las manifestaciones sociales y de expansión sentimental, preferiríamos otro trato, pero, por las razones antes apuntadas, aceptamos el envite y, con el tiempo, somos capaces de corresponder de igual modo para ser aceptados. Digo que no le hemos preguntado al prójimo- cosa que no se puede hacer, en cambio, con los cuadrúpedos de compañía- por sus predilecciones. Por las formas de su gusto. Por lo que querría en cada ocasión. No lo hacemos y nos extraña cuando encontramos vías para conocer esos pareceres, a pesar de haber ido recibiendo llamadas de atención, advertencias. Rastro que no hemos detectado. Acontece, especialmente, de manera fiel según mis recuerdos, en la infancia. Y, con esto no pondré una tilde sobre la vocal incorrecta: descarten una opinión mía encaminada a subrayar una época de abusos y un regusto infeliz del que quepa lamentarse. Creo firmemente que se trata, en todos los casos, de ignorancia. Ignorancia simple, la producida porque se desconocen las cosas, o ignorancia agravada: aquella que subyace cuando predomina la maldad. Los malvados son ignorantes. No tontos. No carentes de inteligencia. Es solo que no saben. Que no saben lo horrendo que es el mal… No lo saben y, porque podría estar poniéndome trascendente, conviene que finalice aquí. No me benefician los excesos. Por eso, me destoso.
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