PEBBLING
Tengo que empezar por reproducir el inicio de un artículo firmado por Raúl Losánez* en La Razón: «Veintitrés premios son muchos premios para hacer que cualquier gala pueda resultar amena. Y son muchos, inevitablemente, porque los Max reconocen, como ocurre con otros galardones parecidos, los trabajos de todas las disciplinas que cabría englobar dentro del concepto "artes escénicas", y cuyos derechos están gestionados, claro está, por la Sociedad General de Autores Españoles, que para eso es la entidad organizadora de este evento a través de su fundación. Pero he aquí que José Padilla ha conseguido, y esto ya es mucho, que la cosa esta vez no devenga en plomo. El dramaturgo tinerfeño ha sido el encargado de dirigir en su isla natal la gala de la XXVII edición de los Premios Max, que se celebraba anoche en el imponente Auditorio Adán Martín -levantado por Santiago Calatrava- y que estuvo dedicada en su entramado dramatúrgico a una de las glorias literarias de Tenerife: el poeta y dramaturgo Ángel Guimerá». Esto es: resulta posible. Tomen nota los cineastas, a menudo capaces de llevar la eternidad a un teatro y no precisamente por razones de calidad o de emoción. Ahora bien, ya que esto de los Max es una convocatoria de la que, al concluir, algunas personas y colectivos pueden comparecer como premiados, pensemos en otro premio. ¿El amor lo es? Finjamos que sí. Si ustedes aman y son correspondidos con las manifestaciones amorosas de quien o quienes sean, tienen premio. ¿Cual? El de la felicidad, ¿no? Pues ya está. Una felicidad cuyo mantenimiento requiere, como algunas plantas, su dosis diaria de Hache dos O. Pues bien. A esto, según noticia a la que he llegado escrutando ventanas en la web de El Español, a este proceder en favor de las personas amadas, como si se renovaran las promesas de maravilla mediante gestos moderados, a esto, dicen, se le llama «pebbling». Digo que se llama de esta manera, en el mundo anglosajón: en realidad la mayoría del planeta en muchos casos. Según Tania Carballo**, «El origen de la palabra proviene de la conducta observada en los pingüinos Gentoo, quienes entregan piedritas a sus parejas como símbolo de afecto y compromiso»... Bien. No evita mi escepticismo. Porque esto de equiparar las manifestaciones del resto de la fauna, como si se pudiera afirmar, sin ningún género de dudas, por qué y para qué y cómo, con los usos del sapiens común, me parece exagerado de camino al delirio. Y, luego, además, oiga: si los enamorados no se entienden, si no saben lo que necesitan del otro, lo que pueden esperar, si no saben comunicarse, o no quieren, las piedrecitas con lazos amarillos son poco más que cantos del suelo. Otra cosa es el negocio al que se pueda llegar con este tipo de cosas. En esto ya estarán algunos porque hay que ganarse la vida y, a poder ser, guardar los ingresos en una piscina para evolucionar, con ese dinero, dentro de ella, cual deben hacer los grandes ricachones del mundo. Me destoso.
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