LA CONTRASEÑA ES CONTRASEÑA
Buenas noches nocturnas... Dice, según se lee en una entrevista realizada por Chema Rodríguez* a Heather Adkins, «vicepresidenta de Ingeniería de Seguridad de Google, fundadora del Google Security Team y una de las ponentes estrella de las jornadas sobre Inteligencia Artificial y Ciberseguridad que ha organizado el Google Safety Enginerring Center (GSEC) de Málaga», publicada en el periódico El Mundo, que, «las contraseñas no debían existir, llevamos 50 años intentando deshacernos de las contraseñas y estamos en el camino para prescindir de ellas. Las contraseñas siempre fueron una mala idea, nunca debieron existir». Por desgracia, el responsable de ese diálogo no repregunta, o no se interesa más, o a la hora de editarse la pieza, lo que se haya podido explicar no pareció sustancioso a sus superiores. Porque, si no debieron existir, será por algo. Y si son un error, desde el punto de vista con el que se observe, deben emprenderse trabajos para modificar este estado de falencia antes de que sucumbamos a las posibles derivaciones de manera irremisible. Ella dice que es así. Repito sus palabras: «estamos en el camino de prescindir de ellas»... ¿De prescindir absolutamente o de prescindir a cambio de otra cosa? Al leer esto he pensado en candados y en cerraduras. Formas más o menos elementales de seguridad. Garantía contra los intrusos, contra los criminales. Que nos valgamos de las cerraduras, los candados, las contraseñas y cuantos otros dispositivos puedan enumerarse, cuyo cometido resulte o haya resultado ser, mantener a salvo materiales o pertenencias a las que tenemos grandísima estima, o nos proporcionan valores que despiertan la codicia de terceros, habla bien a las claras de una humanidad ante la que cabe desconfiar. Suele decirse que esa porción inaceptable es una minoría. Una minoría que, organizadamente, logra importantes ventajas sociales. Incluso en el caso de quienes, salvo que se demuestre lo contrario, persiguen el bien común. Aunque solo trabajen a favor de la prosperidad o los derechos de unos pocos. Las minorías, en los parlamentos democráticos, con razón o sin ella, alcanzan acuerdos y rubrican leyes. Cualquiera lo sabe. Por contra, otros, al margen, precisamente, del ordenamiento general, se especializan en la vulneración de toda barrera situada para impedir el acceso a esas cosas que deseamos mantener intactas, alejadas de todo riesgo. Por eso, como una contraseña, un cifrado, una clave, supone dotar a la estructura de turno estableciendo un mecanismo de defensa, en el caso de que tales precauciones fueran una debilidad imperdonable que haría fracasar la estrategia de conservar lo que importa, los cambios en esa manera de proceder, es lo que tengo en mente, acumulan puntos de coincidencia en el predicado, muchas veces esgrimido en el mundo del fútbol, de que la mejor defensa es un buen ataque. Si esto es lo que se proponen los diseñadores de estas grandes compañías, los usuarios de un determinado servicio, a los efectos de lo que esa prestación depare, estarían dentro de una fortaleza dispuesta a responder con fuego real a todo aquel que, simplemente, tocara a la puerta. Digo fuego real, no como una metáfora. Sostuve, en este caso, al ataque, porque una cosa es defenderse a cañonazos de cañonazos y otra muy distinta habilitar la misma respuesta ante un requerimiento casi intrascendente. Es como si, a usted, o a mí, nos llaman por teléfono de parte de una empresa de tecnológica para informarnos acerca de sus sabrosos productos y, gracias a una aplicación que convirtiera los decibelios que produce nuestra voz en ofensiva sónica, condenáramos a la sordera al operario de turno... No sé. Debo estar influido por el ambiente bélico que nunca ha dejado de existir en este planeta. Conviene, por tanto, que me detenga aquí. Por eso, sabueso, me destoso.
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https://www.elmundo.es/tecnologia/2024/09/25/66f40efdfdddff91588b458c.html
La fotografía es de Martín Mesa.
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