NADA QUE PERDER
Buenas noches nocturnas... A menudo me han preguntado cómo logré mi fortuna. Hoy, por fin, voy a contarlo. Les anticipo lo siguiente: aunque debo al azar gran parte de los éxitos que coseché en el pasado, al cabo del tiempo, por contacto y natural especialización, cosa que es indispensable si se piensa en ir alcanzando las metas previamente establecidas, he adquirido la madurez necesaria, hasta el punto de poder vaticinar con cierto grado de acierto la próxima consecución de capital. Un tío que tuve en América, me legó un viejo caserón más cercano a la ruina que a otra cosa. Sin embargo, en el ático del edificio encontré una primera edición del libro de Mark Twain, «Las aventuras de Huckleberry Finn»: una vez supe su valor, no me costó demasiado venderlo por 15.000 euros. Estupendo. Tiempo después, la vieja casa a la que aludí fue, al final, objeto de una permuta. Un tipo dueño de una inmobiliaria, me ofreció, cambiar ese monstruo arquitectónico, por una vivienda unifamiliar, modesta, en una zona a las afueras de la ciudad en la que vivo, polo moderno de desarrollo con grandes perspectivas. Consentí en el trato y, en el garaje de esta casa, descubrí un boceto original de Andy Warhol, escondido tras un cuadro comprado, según me dijeron más tarde, en una venta de saldos. Total, dos millones que fueron a parar a mi cuenta. Dos millones de euros. La vida marchaba. Y, como era así, empecé a frecuentar tiendas de anticuarios. Me interesaba por distintas cosas, aunque tenía que estar muy convencido, sin razón o con razón, para que accediera a pagar lo que se me pidiese por las mercaderías a la venta. De esta manera llegó a mis manos un viejo armario en el que descubrí, tras un falso fondo, una pintura de Carl Spitzweg, por la que obtuve casi cien mil euros y un muy raro reloj de pared- todavía lo conservo- dentro del cual aparecieron joyas valoradas en 50.000. Entonces pensaba, y ahora mismo lo hago, en esas subastas que dan algunas veces en televisión, donde los postores pujan a fin de quedarse en propiedad con el contenido de trasteros que han dejado de pertenecer a sus dueños por impagos u otro tipo de vicisitudes. Quienes participan en estas actividades buscan un beneficio inmediato, mediante la venta de lo que allí obtienen y, tal vez, un tesoro. Eso es de lo que yo disfrutaba. Tesoros a mi pesar, porque, eran ellos, los depósitos de riqueza, quienes me salían al paso. Eso sí, debía estar alerta. Recuerden la metáfora del tren que pasa una vez por la estación en la que esperas y, si no lo tomas cuando se detiene, no lo harás más, no habrá otras oportunidades. Precisamente, esa disponibilidad es de la que les hablaba cuando dije que, fortuna a favor y todo, hay que ser listo y saber estar en los lugares oportunos. Por eso, cuando alguien me habló de la isla del Roble- isla Oak en inglés- en Canadá, para pasar una temporada de vacaciones, con el permiso del dueño de ese territorio, no lo dudé. Existían comentarios acerca de algo a lo que se llamaba «El Pozo del dinero» y yo quería asomarme a esa cavidad. Naturalmente, aunque hube de repartir mis hallazgos con su legítimo propietario, encontré innumerables posibilidades para incrementar mi fortuna. Podría estar refiriendo casos durante horas. Podría ofrecer detalles y pormenores, pero, para qué aburrirles. En definitiva, lo que sigue es siempre más de lo mismo. Así que ya lo saben: tengo dinero porque soy un suertudo. Un tipo que sabe ponerse cerca del cuerno de la abundancia cuando de su interior está a punto de aflorar algo valioso. Esto es así. Me destoso.
La imagen se obtuvo mediante los servicios que proporciona COPILOT.
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