JOSE
Buenas noches nocturnas... Sé que se llama Jose. Una muchacha, desconozco la edad, pero me parece muchacha, no adolescente, lo llama así. Ha estado más de una hora retenido por la policía local. Gran parte de ese tiempo en el interior de su automóvil. En la calle, desde distintos sitios, nos hemos apostado unos cuantos. Porque esto resulta del todo aparatoso: hasta tres automóviles de los gendarmes. Dicen mis espías que se trata de un borracho, causante de tropelías de gran riesgo para las personas. Desde luego los guardias no lo detienen. El tal Jose parece invitarles a que lo hagan, a que lo lleven preso. Pero no debe ser ese el protocolo. Y, hablando de esto último, evito hacer conjeturas. A expensas de la opinión que yo tenga, sería temerario aventurar cosas y hacer juicios acerca de asuntos que desconozco. Se lo ahorro de paso también al lector. El caso es que, para ser breve y notarial: al cabo, el hombre se aviene a salir del coche- aunque me parece haber observado, desde mi barrera, que él intentó hacerlo en varias ocasiones sin que se pudiesen apreciar violentas intentonas, justo después de llegar, la muchacha dicha, en compañía de una mujer mayor, que podría ser su madre o un familiar próximo. Luego hubo conversaciones, habladas y por teléfono, redundancia; por el papeleo que observé se realizaron, denuncias y, tras este recorrido, a pie, Jose abandonó el teatro de todo este operativo, perseguido por la muchacha que insistía en llamarlo con urgencia. Una breve crónica de sucesos que viene a interponerse, en esta hoja donde quedan impresas las palabras que pensé destinadas a contar algunas reflexiones bien distintas, pues me interesaba considerar la importancia de la aparición de las viejas errabundas en los cuentos populares. Mucha distancia entre lo uno y lo otro. Lo de las viejas, tal y como yo lo veo, sin encomendarme a nadie- cosa que podría llevarme a terrenos donde haya barro hasta la cintura- es predicado simbólico. En los cuentos que escuché ayer, en la voz y en el gesto y en la intención y en la cordura y en el desvarío de Pep Bruno, notabilísimo narrador a quien conviene tratar al menos una vez en la vida, como se dice de esos sitios que son extraordinarios, pero, en el caso de su compañía, dicho de verdad, aparecía, entre otros personajes, una vieja de nombre desconocido, cuya comparecencia facilitaba la resolución de algunos problemas afectos a la debilidad de los más desfavorecidos, porque de alguna manera tiene que salir adelante el menesteroso y triunfar. Resolvía problemas, por tanto, o intervenía con justicia, sin necesidad de martillo de madera, o maza, o como se llame esa contundente pieza que utilizan los magistrados, al detectar comportamientos reprochables. Pero, vieja o no vieja, la edad y otras condiciones que determinan la filiación de las personas, no importan. Me refiero, entonces, a una criatura presente cuando los avatares del acontecer parecen tender al caos irresoluble. Cuando todo se descuadra. Viene la vieja, el viejo, el ejemplar de la fauna sabia o pícara o condescendiente, las fuerzas de la vegetación, y proporcionan algo que resuelve lo que haya que resolver, a nada que se hagan las cosas como conviene. En los cuentos todo está muy medido. Como en la vida. No nos lo parece, sobre todo cuando estamos en el ajo, pero, más tarde, mirando con perspectiva, podemos darnos cuenta de lo bien armado que estuvo. Además, en la realidad, en contra de lo que sucede con los cuentos que son mucho más sanos, hacemos cuanto necesitemos para forzar la materia, los hechos, y llevar el ascua a nuestra sardina. En el cuento, sin empujones, lo que es, es. Y por eso, aparece la vieja. La vieja, por ejemplo, que, eso sí, bien agasajada por anticipado, con la barriga llena, accede a prestar al pastor de conejos un silbato capaz de reunirlos a todos, siempre, a la orden. Por cierto: si no saben lo que es un pastor de conejos, acudan allá donde se presente, a escuchar y a ver a Pep... Digo que, en la vida, parece que estas cosas no nos sucedan nunca. Tal vez en la parte desconocida del mundo cuántico, que es casi todo. Pero, creo yo, ocurre, porque ni buscamos, ni estamos atentos, ni somos en verdad generosos. Decimos que sí, nos hacemos fotos que parecen refrendar esta suposición, pero no. Para qué vamos a engañarnos. No. No somos generosos. Nos bebemos el barril entero, nos vamos a donde fuéramos con nuestro coche, nos ofendemos porque los peatones nos gritan desde las aceras pidiéndonos explicaciones, otros automovilistas maniobran para evitar la fatalidad y luego, porque alguno de estos ha decidido llamar al cuartel, entretenemos toda la tarde, en medio de una cuadrilla de agentes y eso sí, alegramos la vida de los curiosos. No tenemos una vieja que, casualmente, pase por allí y nos dé un capón, por lo menos. En fin. Me destoso.
La imagen se obtuvo mediante los servicios que proporciona Microsoft Designer.
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