LA OSCURIDAD NO ES EL ENEMIGO
Buenas noches nocturnas... Esta mañana, la poca gente que, como servidor, deambulaba por la calle, caminaba emocionada, llenos los ojos de Constitución... o sea, no. Nada de eso. Desconozco en qué pensarían. Tampoco escuché hablar a ninguno de ellos, así que carezco de referencias. Pero da igual: mi compromiso, efectuado ayer, es anotar en este comunicado una historia. Esta que se leerá, si se quiere, una vez vistos los puntos suspensivos con los que acaba la frase en curso...
El Museo Guggenheim de Bilbao, en algún momento del día, permanece en la localización que se conoce, sin ser observado. En esos instantes, es como el gato del que habrán oído hablar, dentro de una caja, encerrado con una sustancia venenosa que ha podido matar al felino... o no. Mientras, el gato está vivo y muerto a la vez. Es el observador, al abrir la caja, quien certifica el verdadero estado del minino alistado a la fuerza para el experimento. Pues bien, aplicando esta variante de la física a las edificaciones, decreto para esta historia, una realidad alternativa a la que ustedes puedan referirse con familiares y amigos. En ese mundo, del que doy fe, como vigía de las mil y una posibilidades, por no multiplicar y multiplicar las cifras, hay que volar el museo. Por desgracia, se habían detectado gravísimos fallos estructurales, originados en la debilidad de materiales defectuosos, cuyo empleo en la construcción inicial no se detectaron hasta décadas más tarde. Comprometían la seguridad del edificio y, tras múltiples intentos de resolver los inconvenientes, sin éxito, las autoridades optaron por la única solución posible: demoler el edificio para garantizar la seguridad de los visitantes y el personal. Además, el desgaste y la mala calidad de los efectos empleados, provocaron la filtración de agua en las zonas subterráneas del museo, generando un riesgo elevado de colapso inminente que no podía ser mitigado con reparaciones. Naturalmente, un suceso así había reunido a curiosos de todo el mundo: turistas, residentes bilbaínos y periodistas con acreditación profesional para medios de comunicación o interviniendo por cuenta propia. Los últimos rayos del sol se reflejaban en el revestimiento de titanio del edificio, creando un espectáculo visual que recordaba su grandeza arquitectónica. Sin embargo, como si fuera un presagio de lo que estaba por venir, el cielo comenzó a nublarse, y densas nubes oscuras cubrieron rápidamente la ciudad, amenazando con una tormenta inminente. Las autoridades habían decidido un horario que se consideró adecuado a fin de minimizar las interrupciones en la vida diaria de la ciudad y garantizar la seguridad pública. A medida que el momento se acercaba, las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer y los relámpagos iluminaban el horizonte, creando un ambiente cargado de electricidad e incertidumbre. Alguien debió pensar en esos instantes: «Se dan las condiciones precisas para la épica. El hombre contra los elementos, como suele decirse». Y ese alguien era un observador. La persona, una de ellas, encargada de contemplar lo que otros no aciertan a ver y capturarlo. Un fotógrafo, uno más, de los allí apostados para conseguir las mejores imágenes. Había llegado a su posición con tiempo de sobra para prepararse. No era un novato. Pero ocurrían cosas esa tarde noche, bien extrañas. Al intentar encender la cámara idónea para utilizarse en una situación así, Fortuna, diosa de humores variables, se negó a favorecerlo. La batería, que había revisado meticulosamente esa mañana, estaba completamente agotada. ¡Cómo! Desesperado, recurrió a su cámara de respaldo, una opción menos avanzada y confiable. Un amigo suyo, muy aficionado al mundo de lo paranormal, hubiera dicho que lo que estaba ocurriendo era de suponer: «El museo no es tan solo una estructura física. Dentro, en su núcleo, se aloja una antigua energía que responde a los fenómenos tormentosos, una fuerza desconocida e insuperable que se irradia desde el corazón del edificio y lo modifica todo. La tormenta que está a punto de desatarse no es una coincidencia. Es una manifestación de esa energía en los prolegómenos de su despliegue». Eso hubiera dicho. Seguro. No obstante, mientras volvía a concentrarse, a sabiendas de la importancia del momento, ajustó su equipo para compensar la luz menguante y la proximidad de la tormenta y se preparó, con los ojos fijos en la agonizante arquitectura, que pronto se convertiría en historia. Por otra parte, en la recámara de su Magnun reposaba un único proyectil. De haber tenido una pistola, como teniendo una cámara, daba igual: solo un gesto, un solo disparo, para capturar la imagen perfecta. Finalmente, llegó el momento. Las explosiones resonaron en la noche, y el Museo Guggenheim de Bilbao comenzó a derrumbarse entre una nube de polvo y escombros. Con todo, nunca sabrá si el rayo que alcanzó al edificio en el preciso instante de la demolición, probablemente la descarga que incrementó la viveza de la onda expansiva habitual tras un suceso así, fue registrado por el ojo mecánico. Él lo vio, vio la espada de acero. Pero todos los testimonios gráficos existentes remiten a la montaña de escombros. Las filmaciones y las fotografías anteriores se perdieron. Tal vez, porque el titán se resistió en ese momento de suprema vulnerabilidad de la caída y negó al mundo el retrato de su frustración.
La imagen se obtuvo mediante los servicios que proporciona IDEOGRAM
JM NIETO en ABC 5 de diciembre de 2024
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