GALLETAS
Buenas noches nocturnas… En una entrevista que leí, preguntaban a Silvio Rodríguez por el asunto. ¿Qué pasó?, ¿cómo se resolvió, si es que ha podido saberse, el extraño caso de las damas de África? Ustedes recordarán. El músico cubano canta sobre ello en la colección de canciones de su obra “Oh, Melancolía”, y narra lo ocurrido aquel día de tan infausta memoria. Tras una mañana pasada en uno de esos reductos urbanos dedicados al esparcimiento y la vida natural, cerca de una galería de arte, con satisfacción, ya de regreso, ingresa en un comercio para adquirir un cartucho de dulces galletas llamadas Africanas. Como era un día de notables temperaturas, depositó el tesoro en la nevera. El caso es que, por la noche, se presentó en casa del cantor una visita: un matrimonio y la criatura de la que eran padres. Por afectos y cortesía, después de los primeros saludos y el acomodo allá donde iban a disfrutar de un tiempo juntos los cuatro, todo buen anfitrión ofrece algo a quienes han llegado de lejos, aunque no fuera tanto. Así pues, camino al frigorífico para disponer del cartuchito de africanas y, ¡vaya!: ni rastro. La bolsa sí, y el envoltorio de cartón, mas, el resto, solo aire. Hubo de excusarse y despedir a las nobles personas porque, efectivamente, se había cometido un crimen. Un hurto insospechado. Intolerable. Había que proclamar la emergencia domiciliaria de inmediato, dando comienzo, acto seguido, a las investigaciones. Primero, establecer quiénes podían ser los sospechosos. Estaban Juana, una mujer de confianza experta en degustación de dulces típicos; la hermana de Juana, tan ducha como ella; y el abate: un clérigo amigo de la familia, también ocasional invitado a pasar tardes y veladas. El señor abate, cuando fue llamado a declarar, se indignó, por cierto, muchísimo. Según su piadoso entender- en estado iracundo, como ya se ha dicho- no había derecho. No, no lo había. Y esto mismo es lo que pareció producto de intriga. ¿Por qué se enfadaba tanto un hombre de paz? ¿Acaso no era mejor el sosiego e intentar, conciliadoramente, encontrar, con tiempo, a la persona presa de una de esas flaquezas humanas en las que todos podemos caer? El abate parecía demostrar un interés exagerado. ¿Para desviar la atención que pudiera vincularlo con el objeto de su culpa, o porque, habiendo pretendido quedarse con ese delicioso botín, constatara que alguien se adelantó y recibiera la noticia de tal peripecia, extremadamente contrariado? Querer unas galletas de chocolate, al fin, es bastante comprensible. Querer unas galletas, en general, tan fácil de entender como lo anterior. Cada uno tiene las suyas. Confieso que tuve un especial idilio con unas galletas con forma rectangular, compuestas de dos tapas de barquillo, con nervaduras en una de las tapas, que contenían un relleno de vainilla y algo de nata. Las devoré durante todo un año. No digo que hubiera matado por ellas, ni me planteé asaltar ninguna nevera para conseguirlas –tampoco estuve en el brete–, pero los adictos al azúcar somos así. No obstante, el misterio seguía sin resolverse. ¿Quién actuó entre las sombras para apoderarse del contenido, dulce contenido, del cartucho de Africanas? Pues el autor de “Al final de este viaje” insistía en la imposibilidad de responder con nuevos datos a esa pregunta. Sí se sabe que el autor, desde ese fecha, tomó medidas. Cuando compraba galletas, las llevaba al banco, depositándolas en una caja privada: solo él estaba autorizado a abrir esa alcancía de metal. Ahora, una inteligencia artificial o una supercalculadora, como determina algún filósofo, ha propuesto algo hasta ahora no comentado: las Africanas fueron robadas por la misma persona que las compró. Se trataría de un caso de glotonería patológica: la variante dulce de los trastornos alimentarios caracterizados por la necesidad compulsiva de comer en exceso, incluso cuando no se tiene hambre. De hecho, esta condición puede estar asociada a otros problemas psicológicos, como la ansiedad o la depresión. La necesidad de comer Africanas se convierte en una forma de calmar los nervios y llenar un vacío emocional que habría llevado al narrador a autoconvencerse de su inocencia. Para él, claramente, las Africanas siempre estuvieron en manos de un ratero desde el día en el que las dejó en el electrodoméstico de casa. Ahora, todo parece apuntar a lo contrario. Realmente, las galletas acabaron en su buche y, después, urgido por la culpa, estuvo elaborando los detalles del caso tal y como lo conocen. Habrá que pensar acerca de todo esto. Eso sí: las conclusiones no se dirán hoy. Me destoso.
https://www.youtube.com/watch?v=MvJ1RevT5AI
La Imagen se obtuvo mediante los servicios que proporciona IDEOGRAM.
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