LAS ARTIMAÑAS DEL JUGADOR ANTISISTEMA
Buenas noches nocturnas… En un verso de *Meditación del duque de Gandía sobre la muerte de Isabel de Portugal*, composición poética de Sophia de Mello Breyner Andresen, se puede leer: “Nunca más serviré a un señor que pueda morir”. Pues bien, el ajedrecista, servidor de reyes—unas veces el blanco, otras veces el negro; unas veces triunfador, otras derrotado—al límite de lo que cree que puede sufrir, pues acaban de someter al monarca que defiende, que inspira, mediante dos torres inmisericordes, desdeña la mano del rival que ha extendido su brazo en deportivo gesto y, en vez de corresponder a la voz de “mate”, sitúa a su "dueño" en una columna adyacente, fuera del tablero. Se trata de un territorio imaginario solo al alcance de su entendimiento. En ajedrez, las piezas no se valen por sí mismas, ni siquiera cuando se consideran las novedades que ofrece la tecnología. Ha de concertarse una inteligencia que impulse las evoluciones de los simbólicos ejércitos. Pero son los que se desplazan por el tablero quienes comunican su razón de ser al padrino que los sostiene. Es así, y el lazarillo ayuda, consiente, ejecuta. Por tanto, al margen de lo que cabe en casos como el dicho—por rebeldía, por descontento, por instinto de conservación—el ajedrecista improvisa, quiere ganar tiempo. Reta a su rival y configura escenarios ante los que, salvo en las circunstancias de los oponentes de mejor criterio, podría responderse con la duda. De alzarse con el botín del desconcierto, puede que logre ocultar a quien acaba de perder el territorio que defendiera; inalcanzable, por lo mismo, toda aspiración de hacerse con las sesenta y cuatro casillas. ¿Y después? No tiene ni idea. Ha de pensarlo. Urge que no se descabece la monarquía. Luego… otros han regresado y, durante esa reincorporación, tornaron a vestir la gloria. Se recuerda a Orestes, hijo de Agamenón y Clitemnestra, quien, tras el asesinato de su padre, marchó al exilio y vino de allí para echar pie a tierra, en su momento, para vengar la muerte de su progenitor y para sentarse en el trono de Argos. Entonces Orestes no era rey, pero lo hubiera sido por heredero y, al final, resuelto, estuvo donde siempre hubo de permanecer. Llevaría su tiempo averiguar la voluntad del monarca al que estaba dando cobertura, pero, mientras—pues era necesario, también, distraer a los perseguidores—él podría abordar nuevos emprendimientos. Podría desarrollar su pericia para tocar el saxofón o conocer las vastas llanuras entre montañas que se encuentran en este mundo esférico. Además, podría ser que este rey—el ahora disimuladamente vivo y situado en una columna que no existe—no tuviera ambiciones, no tuviera sueños. Hay quienes dicen que, salvo aquellos que se aprestan a combatir contra otros monarcas y generales, los reyes, por tenerlo todo, se abstienen de comprometerse con asuntos de poca utilidad, de riesgo evidente. Son sus consejeros—tal vez la reina, tal vez los obispos o los aristócratas y caballeros—quienes empujan, quienes inician la contienda. Los reyes se sienten seguros en su parcela, en su castillo, ante aquello que pueden observar con pleno dominio. Gustan del enroque porque eso contribuye a su seguridad. Para ellos, todo lo que se sitúa más allá del lugar en el que están desplazados los soldados que guardan el reino es nada más que vacío. Y todo lo que se encuentra al margen del tablero, terreno del horror. Así que, ahora mismo, el rey debe de estar pensando en tormentos sin número. Una vez consiga invisibilizarlo, llegará el momento de ofrecer todas las explicaciones necesarias y de extender las garantías que se precisen. El rey quiere seguir siendo rey, es natural, y conoce que, sin dignidad, habrá de regresar—conforme a la lógica del juego—a la caja donde se guardan las vidas de los que van y vienen. Precisamente ese perecer hace que, con el tiempo, todo vuelva a sus justas hechuras. Pero no será. Ahora no. En esta ocasión, no. El rey será un espectro, una criatura que es la nada en medio de la incorporeidad, pero son así las cosas. No hay marcha atrás. El rey se oculta, el jugador se escapa, la partida no concluye, el rival sufre un arrebato de incredulidad y la vida continúa. El ajedrecista probará, por un tiempo, mientras los humores se sosiegan, con los dados. Dados de póker. De póker mentiroso. Obvio. Me destoso.
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