EN DEFENSA DE LO DICHO SIN PENSAR
Buenas noches nocturnas… Sí, lo es: una mandarina. Te opones, pero no cabe duda. Está en el suelo, parece otra cosa, pero es una mandarina. Porque lo he dicho yo. Y tengo mis motivos. Cuando me haces observaciones del calibre de “Respondes con lo primero que te viene a la cabeza”, no te falta cierto punto de razón. Ahora bien, el azar interviene lo justo, en la hora decisiva. Admito que ese material que todavía no he retirado del pavimento —que no es un bicho, ni un material orgánico de desecho— estuvo entre mis pies. Entre dos dedos de uno de mis pies. Porque es una tirita. De ahí el color pardusco. Comprendo que te extrañes, porque una cosa y la otra no se parecen. Lo comprendo. Me mantengo en lo que sostuve, pero lo comprendo. Lo comprendo, y espero que aprecies la voluntad de conciliación que estoy demostrando. Mereces las explicaciones pertinentes y te las daré. Verás. Hace mucho tiempo, en los albores de la farmacia moderna, algunos laboratorios decidieron hacer más atractivos ciertos productos para el público infantil. Se mejoraron los sabores de los medicamentos y se les dotó de aromas más simpáticos. Las frutas —y aquello que de ellas podía extraerse, dentro de lo que se consideraba idóneo sanitariamente— fueron tenidas muy en cuenta. Se realizaron pruebas con criaturas de distintas edades, y una de las esencias preferidas por los chicos fue la conseguida mediante la manipulación de la corteza de la mandarina. A partir de entonces, aparecieron en el mercado diversos productos con aromas frutales, incluidos en estas tiras adhesivas para cubrir pequeñas lesiones, comercializadas en formato de colorines, pues se estimaba que, de esta manera, agradarían tanto como se presupuestó. En principio, todo iba bien. Pero pronto hubo que retirarlas. Los dulces y agradables efluvios, operaron en el ánimo infantil, como un irresistible objeto de deseo. Ellos, los chiquilines, idearon mil estrategias para apoderarse de la "golosina", con el propósito de lambisquearla. Una verdadera asquerosidad y un hábito peligroso: no solo se malgastó género, sino que, tal hábito, engendraba una terrible sospecha: las infecciones irrumpirían sin que se pudiera evaluar el riesgo. El grave riesgo. Por lo tanto, fueron retiradas del mercado y nunca más se supo. Nunca más, aunque algunos —los que conservamos ciertos conocimientos— aún tenemos esto en mente. De ahí que esa parte del cerebro que actúa por su cuenta, al margen de la conciencia— o de lo que llamamos conciencia— haya conectado este recuerdo con el sistema del lenguaje: con mi sistema de lenguaje. Y sin decir verdad ni pretender lo falso, me permitió pronunciar la palabra “mandarina”. Articular las sílabas de mandarina, con la rotundidad de quien habla respaldado por la historia. En otras ocasiones me has preguntado por el nombre de una calle y yo te he respondido, por ejemplo, “Calle del Canguro número 23”. Y no me lo estaba inventando. Por supuesto que en esta ciudad no existe una sola vía o plaza que se llame así, ni jamás la hubo. Pero podría darte razón, explicarte eso ahora mismo, aunque en su momento, como te he dicho, me ignoraras. A buen seguro, pensando que se trataba de otra de mis burlas, otra de mis excentricidades. Que las hago, claro. Que las tengo. Ya sabes que soy peculiar. Que me he ido enrareciendo con el paso de los años. Podría exponerme en las vitrinas del talento, mas, llegados a la decadencia, **solo cabe recular** con toda la dignidad posible. Al menos, es lo que intento cada día. A ti te parecen batallas cuyo desenlace, si fructífero— aunque hablar en esos términos respecto de la guerra tal vez sea otro de mis despropósitos— pudo compensar, solo, mientras la riña se mantuvo. Pero aquí estamos. Con una tirita que recogeré en cuanto acabe de hablar. Y una mandarina que, como pequeño sol surgido del universo del pasado, aún rueda y ofrece sus destellos. Me destoso.
La imagen se obtuvo mediante los servicios que proporciona ChatGPT
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