ARROZ CON LECHE
Buenas noches nocturnas… No puedo recordar cuándo decidí que no comería arroz con leche porque no me gustaba. Es algo raro, pues siempre fui partidario de lo dulce en lo que respecta a la parte alimenticia de la vida. Tampoco localizo la fecha ni la hora en que ese postre pasó, de nuevo, a formar parte de mis preferencias.
Durante un buen periodo de lo que he sido, la citada golosina estuvo proscrita. Me he dado cuenta —no porque lo ignorara— al conectar con una noticia que daba fe del origen exacto de la delicia que he puesto en mi boca hasta tres veces en este breve espacio de tiempo. Es decir, en mi cerebro se han producido los enlaces adecuados como para que advierta esta particularidad.
A partir de aquí, puedo hacer distintas estimaciones. Por ejemplo, cavilar sobre lo que haya podido ser de mi existencia antes y después de consumir arroz con leche. También sobre qué cambios cabe registrar una vez decidí incluirlo, de nuevo, en mi dieta. Sí, no —un “no” de bastantes segundos— sí. Estos son los tres estados.
Algunos podrían decir, cercanos a esta parte, a mi juicio idiota, de los símbolos y sus razones, que si comencé mi rechazo en algún momento de la infancia y lo he vuelto a considerar cuando mi decadencia es evidente, cierto niño, contento— casi con absoluta seguridad— y nunca desaparecido en mi interior, resurge ofreciéndome tremendas posibilidades.
Significa que voy a ser mejor persona. Las cualidades de la chiquillería son apreciadísimas —por motivos que desconozco— y, siendo así, mejorar no será difícil teniendo en cuenta al perfecto imbécil en el que me convertí.
Como fuere, según Rosa Tovar —que lo deja escrito en *El País*— el arroz con leche es originario de la vieja Persia. Allí se cultivaban juntos los tres ingredientes principales: el grano, el azúcar y la leche de vaca. Lo de Asturias y lo de Cataluña vino tiempo después, en lo que respecta a la parte peninsular de España. No hay más que investigar para saberlo.
Con la licencia de detective en ristre —documento expedido por mí mismo a fin de actuar con todas las de la ley al averiguar algunas cosas sobre esos años de sombras— me atrevo a decir que solo sé que sé muy poco.
Tal vez actué así por encastillamiento. Las personas cercanas a uno —ustedes lo habrán comprobado—, en su afán de proporcionarnos lo mejor, porque en verdad nos profesan un indiscutible afecto, intervienen con perseverante inoportunidad. Nos invitan, nos sugieren, nos obligan a consumir, a incorporar costumbres que no tenemos, convencidos del bien que nos hará.
Estas personas nos quieren, sí. Pero son muy pesadas. No aceptan un “no” por respuesta.
—¿No has probado esta riquísima porción de besugo al horno? ¡Te va a encantar!
Y tú te niegas. Al principio con educación, y finalmente armado de cuchillos, con la piel pintarrajeada para el combate, dispuesto a llevarte por delante a quien se presente.
¿Que les das una coz? Ellos te llaman burro y te ofrecen más pienso. Es una forma absurda de relacionarse con ese grupo de tus semejantes que está a tu favor. Y si es así con los buenos, cómo será con los malos. Intentarán pillarte desprevenido. Intentarán encontrarte a punto de romper las reglas que tú mismo has escrito sobre mármol. Porque todos tenemos flaquezas. Incluso los más obesos.
Tanto que, un día, te preguntan qué quieres de postre y dices:
—¡Arroz con leche!
Al fin te humillas y admites la derrota. No hay nada más que hacer. Puede que ese sea el motivo de la admisión de la maravilla mesopotámica sobre tu plato. La rendición. O no. Esto solo son suposiciones. Ya digo que no lo recuerdo.
Me destoso.
La imagen se obtuvo mediante los servicios que proporciona COPILOT
Comments
Post a Comment