ICEQUAKE A LAS OCHO TREINTA
Buenas noches nocturnas... En un cartel situado en el recinto donde se encuentra la recepción del chiringuito —porque este es de esos que, en ocasiones, hasta admite viajeros con derecho a cama— puede leerse: “La mejor publicidad es tratar bien a los clientes”. De lo que se deduce otra cosa, como cuando se emplea el símil de las muñecas rusas: “La mejor publicidad es instalar un cartel en el que se lea: LA MEJOR PUBLICIDAD ES TRATAR BIEN A LOS CLIENTES”. Ahí queda.
O, al menos, esa es la interpretación que se originó en mí tras apurar un café con leche, formato desayuno, aunque no tanto: ya no se llenan las tazas hasta el borde, como en aquellos tiempos en que los precios eran similares a los de hoy en día y la medida del producto más abundante que la que ahora se recibe a cambio. Es una ingesta que, como bien se sabe, obra a mi favor episodios de agudeza no siempre extraordinarios. Por otra parte, como no es algo que realice con regularidad, ni me sirva de tal consumo para rentabilizar mis sentidos, debería ser eximido de dopaje. Y, aunque, técnicamente, lo sea, y se me sancione —o reconvenga—, lo cierto es que estaría pagando un justo por los muchos pecadores que se escapan.
En todo caso, se trataba de aludir al escenario elegido, casi cada vez que se plantea una excursión de sosegada proximidad marítima, que lo es hasta antes de que cese. Un territorio de agradable acontecer, inmediatamente fastidioso a consecuencia de la afluencia de humanos: no cabe duda de que somos lo peor.
Por ejemplo, ya en los minutos de desasosiego, una señora —a la que no puedo ver porque permanece sentada a otra mesa, a mi espalda—, dirigiéndose a su compañía, expresa el gusto que siente al escuchar el sonido del mar. Lo hace empleando los recursos y registros que antaño usaban los pregoneros rurales —y que ahora son patrimonio de los fulanos y fulanas, muy dados a la arenga, que ponen música en un corro de gentes deseosas de tener un motivo para saltar—, por lo que resulta imposible que sintonice con la monótona embestida de las olas y sus persistentes cañonazos: al fin, hoy también se rompe el agua a plomo.
Es decir, la soprano, tal vez, no sea capaz de escuchar lo que su garganta origina porque, precisamente, está cantando. Y esta señora ni siquiera alcanza ese grado de distinción. Al igual que sus compañeros, más bien ladra. Pero de todo hay. Yo mismo soy un ejemplo. No se piense que califico a los demás desde los pedestales de lo inmarcesible. No lo hago, me sé falible, a veces repulsivo y, además, en esta parte del comunicado, estoy atento a considerar, tras el voceo femenino al que me remití, los ruidos marinos.
Digamos, los sonidos. Porque lo de las expresiones dichas en voz alta que acabo de considerar sí lo eran. Eran ruido. Ruido, por lo molesto. Por lo que dista de aproximarse a la poesía de la amable contemplación. Nada que tenga que ver con naves que pasan y vibran y atruenan con sus motores; con cadenas que se agitan, campanas marinas, alertas de niebla, golpeteo de barcos amarrados; actividades militares, pesca industrial o investigación científica; truenos y relámpagos, que se perciben amplificados en mar abierto; silbidos, aullidos o rugidos según su intensidad y los objetos que encuentra el viento al soplar… Todos son ruidos que se escuchan o pueden escucharse en el mar, pero no son propios, no se corresponden con la naturaleza misma.
En cambio, el rompimiento de las olas; el murmullo del agua contra las piedras; el burbujeo submarino; el chisporroteo de los camarones; los cantos de ballenas y silbidos de delfines; o incluso el golpeteo rítmico de algas o conchas movidas por la corriente, dan su razón de ser a la etiqueta de sonoridad oceánica. Estos, los enumerados, figuran y son parte, porque hay más, aunque los humanos no podamos escucharlos con la sola aplicación de nuestros sentidos: las frecuencias ultrasónicas de cetáceos; la emisión de chirridos que producen algunas especies de pescaditos; las actividades geológicas submarinas; la cavitación de burbujas; la interacción de partículas y plancton; y los llamados sonidos fantasma.
Uno de estos, conocido como “Bloop”, fue grabado en el año 1997. Fue cuando la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica (NOAA) detectó una misteriosa resonancia captada por hidrófonos en el Pacífico. Inicialmente, se pensó que se trataba de la reminiscencia orgánica de un animal desconocido, pero estudios posteriores revelaron que coincidía mejor con el resultado de un icequake —una perturbación, especialmente una vibración o serie de vibraciones, causada por la ruptura de grandes masas de hielo—, fenómeno registrado en la Antártida a menudo. El geofísico Robert Dziak confirmó que las características del registro de audio que se examinó, coincidían con señales de icequakes percibidos en otras ocasiones. No se trataba, por tanto, de monstruos ni de alienígenas escondidos en el fondo del mar.
En el fondo del mar no vive nadie extraño ni peligroso. Residen allí criaturas insignes como Bob Esponja, el Capitán Nemo y Alfonsina Storni, cada uno con su canto, su ciencia o su lírica:
En el fondo del mar
hay una casa
de cristal.
A una avenida
de madréporas
da.
Un gran pez de oro,
a las cinco,
me viene a saludar.
Me trae
un rojo ramo
de flores de coral.
Cada uno por su lado. Y este escribidor, a plegar con la tarea finalizada. Me destoso.
https://www.collinsdictionary.com/es/diccionario/ingles/icequake
La imagen se obtuvo mediante los servicios que proporciona ChatGPT y se editó más tarde.
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