TUFARADA
Buenas noches nocturnas… Un chef de cocina, mediante su trabajo y talento, en consonancia con los esfuerzos de un equipo aplicado y capaz, había logrado la excelencia y grandes triunfos. En su salón solo se servían platos veganos. Exclusivamente. Todo parecía ir a las mil maravillas. Pero, al tomarse un respiro para observar lo que sucedía a su alrededor, descubrió que —oh paradoja— las finanzas empezaban a torcerse. ¿Solo una mala gestión? Lo desconozco. La realidad es que mantener aquellos estándares resultaba imposible sin ampliar horizontes. Hacía falta otro tipo de público. Convendría servir carne.
Pero eso era una traición. Un paso atrás con visos de temerario proceder. Y es aquí cuando surge el relato, el cuento —tomado de manera peyorativa, como se usaba al atribuirlo a gentes especializadas en camelar al prójimo—. Un cuento que se llama “hospitalidad”. Es decir: “Éranse una vez unas gentes preocupadas por hacer el bien, hasta que se dieron cuenta de que no estaban atendiendo a todos los beneficiarios posibles. Y se entristecieron mucho. Mucho, mucho, mucho. A partir de entonces, aprendida la lección que los dolores de la vida enseña, se esforzaron en dar a entender que estaban prestos a recibir a todo el mundo, por muy distinto que fuera el paladar de cada uno...”
La hospitalidad, por tanto, era la solución. Dicen quienes avalan el proyecto que siempre estuvo en sus orígenes. Pero esa hospitalidad solo es posible cuando integra a todos: a quienes comen unas cosas y a quienes comen otras. Una hospitalidad completa. Intergaláctica.
Este cambio de opinión descarta el repliegue. Reconoce que lo que se hacía no se hacía bien. Y, en vez de refundarse o empezar de nuevo, pretende que la naturaleza de lo diferencial se convierta en parte indisociable de la empresa, hasta ahora oculta por razones de mal explicados intereses.
Así, ahora valdrá lo mismo un champiñón que un muslo de pollo, porque la verdadera hospitalidad exige convivencia. Un acuerdo de elasticidad desconocida. Pero, ¿cuáles son los límites de la verdadera hospitalidad? ¿Se admite todo y a todos? ¿Los restaurantes especializados —ya que hablamos de ellos, aunque podríamos hacerlo de otros asuntos— son menos hospitalarios?
Las preguntas se agolpan. Las dudas crecen. Es lo que tiene el cuento, toda vez que rezuma inconsistencias. Al escritor, filósofo y poeta estadounidense Ralph Waldo Emerson le pareció que “La buena hospitalidad es sencilla; consiste en un poco de fuego, algo de comida y mucha quietud”. Entonces, aceptar la carne donde se dijo que no la habría, para conseguir el marchamo de establecimiento hospitalario en su máxima expresión, conduce a la idea de falta de hospitalidad en todo lo que se hizo anteriormente.
Y si la voluntad era ser hospitalarios desde el principio, ¿quién resarce a los anteriores huéspedes? Que, además, son de pago. No se sostiene este predicado de vestiduras amables, conciliadoras y propósitos universales. El negocio salió mal, no se reconoció el error y... veremos. Porque todo dependerá de quienes acudan de ahora en adelante al establecimiento.
La idea de una alimentación sin carnes no era una mera selección de productos: era una declaración ideológica. Una opción que no admitía medias instancias. Por lo tanto, reunir a los bailarines y las danzantes con los embarrados sujetos que se empujan cuando juegan rugby puede no ser una buena idea.
Ante esta disyuntiva, habrá que transformar la narración para que los ingresos en caja no vuelvan a convertirse en un amenazante porvenir. Dicho de otro modo, huir hacia adelante. Lo que sea. Porque me da igual. No soy vegano, de modo que no escribo en su defensa. Pero tampoco soy carnívoro exclusivamente. Solo advierto la patética maniobra y la relato, a mi manera.
Mañana ya se habrá olvidado. Como casi todas las cosas que nos suceden.
Tal vez, cuando se pretende explicar lo inexplicable, al humo le suceden los malos olores.
Eso es todo.
Tufo.
Me destoso.
La imagen se obtuvo mediante los servicios que proporciona COPILOT
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